Los tres mosqueteros, veinte años después – Alejandro Dumas

Veinte años despuesDesde el tiempo en que en nuestra historia de Los Tres Mosquete­ros, dejamos a Artagnan en la calle de Fosseyeurs, número 12, habían pasado muchas cosas y sobre todo muchos años.

Artagnan no había faltado a las circunstancias, pero las circuns­tancias le habían faltado a él. Mientras estuvo rodeado de sus amigos, vivió en medio de los encantos de la juventud y de la poesía, pues te­nía uno de esos caracteres despejados e impresionables que se asimi­laban fácilmente las cualidades de los demás. Athos le comunicaba su grandeza, Porthos su verbosidad, Aramis su elegancia. Si Artagnan hubiese seguido su trato con estos tres hombres, habría llegado a ser un hombre de provecho. Athos fue el primero que le dejó para irse a las tierras que heredara junto a Blois. En seguida le abandonó Por­thos para casarse con su procuradora; y, por último, Aramis para reci­bir las órdenes y hacerse clérigo. Desde entonces Artagnan, que pare­cía haber confundido su porvenir con el de sus tres amigos, se encontró aislado y se sintió débil y sin valor para seguir una carrera en la que conocía que no podía llegar a ser gran cosa, sino a condi­ción de que cada uno de sus amigos le cediese una parte del fluido eléctrico que del cielo hubiese recibido.

De modo que cuando Artagnan alcanzó el empleo de teniente de mosqueteros, su aislamiento no por eso fue menor. Ni era de tan ele­vado nacimiento como Athos para frecuentar las casas de los ilustres, ni tan vanidoso como Porthos para hacer creer que se rozaba con la alta sociedad, ni tan buen mozo como Aramis para conservar siempre una elegancia natural, propia de la persona. Por algún tiempo el dul­ce y tierno recuerdo de la señora Bonacieux revistió el ánimo del jo­ven teniente de cierta poesía; pero este recuerdo caducó como el de todas las cosas del mundo; se había ido borrando poco a poco: la vida del soldado en guarnición es fatal aun para las organizaciones distin­guidas. De las dos naturalezas opuestas que formaban la individuali­dad de Artagnan, la naturaleza material había ido adquiriendo insen­siblemente su dominio sobre la espiritual; siempre de guarnición, siempre en el campamento y siempre a caballo, había llegado a ser lo que se llama un perdido.

No es esto decir que Artagnan hubiera perdido su delicadeza pri­mitiva; al contrario, esa delicadeza se aumentó más y más, o al menos parecía doblemente realzada bajo una apariencia algo más tosca; más aplicada a las cosas pequeñas de la vida y no a las grandes, al bienes­tar material, al bienestar tal como los militares lo entienden, es decir, a tener buena cama, buena mesa, y excelente patrona.

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Deryni, el resurgir – Katherine Kurtz

Deryni, el resurgirRhemuth la Hermosa. Así llamaban a la ciudad. No era difícil ver por qué.

Morgan guiaba su cansado corcel por entre la lenta marea de peatones y carretas; seguía a lord Derry hacia las puertas del palacio. Miró pensativamente su atuendo sombrío, tan notorio entre el esplendor del oropel: casi toda su armadura de malla estaba cubierta de cuero negro y polvoriento. Desde el yelmo hasta las rodillas, lo cubría un pesado manto de Iana negra y marta cibelina.

Era curioso lo rápido que podía cambiar el ambiente de una ciudad. Estaba seguro de que, unos días atrás, casi todos los ciudadanos de atuendo chillón que lo rodeaban habrían llevado mantos negros de luto, como el suyo, para llorar la pérdida de su querido rey. Ahora, todos lucían los colores apropiados para la festiva celebración.

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Las puertas de Anubis – Tim Powers

puertas_de_anubisLa gruta subterránea se había formado mediante el derrumbe, sólo Dios sabia cuánto tiempo hacia ya, de unos doce niveles de alcantarillado; los escombros habían ido desapareciendo en el pasado, a manos de los saqueadores o arrastrados por la corriente.
La gruta tenía la forma de una inmensa estancia, sostenida por las grandes vigas que en tiempos habían servido de base al pavimento de la calle Bainbridge (dado que el derrumbe no había llegado a ser notado en la superficie), y el suelo estaba formado por piedras que los romanos habían labrado en los días en que Londinium era una avanzadilla militar, situada en los hostiles campos salvajes de los celtas. A distintas alturas de la gruta se veían hamacas colgadas de largas sogas, que se perdían en la penumbra catedralicia del lugar. Empezaban a verse luces, lámparas que humeaban con un grasiento resplandor rojizo, colgando de los maderos que asomaban, medio rotos, de las abundantes bocas de alcantarillado que constelaban los muros. Un hilillo de agua caía incesantemente de una boca de gran tamaño, perdiendo su aparente solidez a medida que trazaba un arco por la oscura atmósfera, hasta formar un negro lago en un extremo de la cueva.
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El húsar, de Arturo Perez Reverte

el-husarFrederic vio atraída su atención por un viejo húsar solitario que había a poca distancia. Montaba un inmóvil caballo tordo, sobre el pomo de cuya silla se apoyaba con el codo izquierdo, ligeramente encorvado hacia adelante, pensativo, con la mirada perdida en el infinito. No sólo el aspecto del húsar, mostacho, coleta y trenzas salpicadas de canas, una cicatriz perpendicular en la mejilla, paralela al barboquejo, delataba al veterano. Los arneses de su caballo eran viejos pero estaban cuidadosamente engrasados, la piel de carnero que cubría la silla de montar se veía pelada por el uso bajo los muslos del jinete. El húsar tenía una mano bajo el mentón, con el índice pasando una y otra vez, distraídamente, por las guías del frondoso mostacho. La otra mano se apoyaba en la culata de la carabina que asomaba de la funda sujeta a la silla; y al costado izquierdo, sobre el portapliegos y las ceñidas perneras de los pantalones húngaros que le cubrían las botas hasta el tobillo, pendía un viejo sable curvo de caballería, el ya casi desaparecido modelo de 1786. La visera del chacó rojo -el colbac de piel negra era privilegio exclusivo de los oficiales- descendía sobre una nariz aguileña y fuerte, como la de un halcón. Tenía la piel del rostro tostado y unos ojos tranquilos en torno a los que se agolpaban innumerables arrugas. En cada oreja llevaba un aro de oro.

Frederic se preguntó sobre la edad del veterano; cuarenta y cinco, cincuenta años. Resultaba evidente que no era ésta su primera batalla. Había en él esa inmovilidad serena, esa economía de movimientos superfluos, ese abstraído aislamiento del hombre que sabía con lo que iba a enfrentarse. No parecía un húsar que esperase, impaciente, conquistar otra parcela de gloria; más bien daba la impresión de ser un profesional que se concentraba antes de pasar un mal rato, con la calma del que ha salido de muchos trances similares con la piel indemne y sólo esperaba, revestido con el resignado fatalismo de quien conocía lo inevitable, que el trabajo por el cual le pagaban pudiera hacerse en poco tiempo, con rapidez y la mayor limpieza posible, encontrándose al terminar éste sobre la misma silla de montar, en un estado de salud similar al que gozaba en aquel momento.

Frederic comparó la silenciosa e inmóvil figura con los gestos meridionales y el aire fanfarrón de Philippo, incluso con la juvenil confianza de Michel de Bourmont, que de pronto comenzaba a antojársele injustificada. Y sintió la incómoda sospecha de que, entre todos ellos, posiblemente el viejo húsar fuese el único que tenía razón.

Fragmento de El Húsar, de Arturo Perez Reverte.

Dos para conquistar – Saga Darkover – Marion Zimmer Bradley

Melora estaba de pie tan cerca de él que Bard percibió el leve perfume de su cabello y su capa.

-Tenía miedo- agregó ella-, de que si la batalla no nos favorecía, yo no fuera capaz de matarme, y de que llegara a aceptar… la esclavitud, la violación antes que la muerte. La muerte me pareció muy horrible mientras veía cómo fallecían los hombres.

El se volvió y le cogió una mano; ella no protestó.

-Me alegra que todavía estés con vida, Melora- le dijo Bard en voz baja.

-También yo- respondió ella, en voz igualmente baja.

El la abrazó y la besó, sorprendiéndose de la suavidad de aquel cuerpo redondeado y aquellos pechos plenos contra su propio cuerpo. Sintió que ella se entregaba completamente al beso, pero en seguida se apartó un poco.

-No, te lo ruego, Bard. No aquí, de esta manera, con todos tus hombres alrededor. No te rechazaría, te doy mi palabra de eso, pero no quiero que sea así; me han dicho… que no está bien…

Bard la soltó de mala gana.

Podría amarla con mucha facilidad, pensó. No es bonita, pero es tan cálida, tan dulce…

Y de repente lo invadió toda la excitación que había acumulado durante el día. Sin embargo, sabía que ella tenía razón. Donde no había mujeres accesibles para los demás hombres, era absolutamente contrario a las costumbres y a la decencia que el comandante disfrutara de una mujer. Bard era un soldado y sabía muy bien que no debía concederse privilegios que sus hombres no pudieran compartir

La buena voluntad de ella empeoraba aún mas las cosas. Nunca antes se había sentido tan próximo a una mujer.

Sin embargo exhaló un profundo suspiro de resignación.

-La suerte de la guerra, Melora. Tal vez… algún día…

-Tal vez- asintió ella con suavidad, mientras le entregaba la mano y lo miraba a los ojos.

A él le pareció que nunca había deseado tanto a una mujer.

Fragmento de Darkover, Dos para conquistar, de Marion Zimmer Bradley.

En las montañas de la locura – H.P. Lovecraft

en las montañas de la locuraLa tracería de arabescos consistía totalmente en líneas hundidas, cuya profundidad en los muros no erosionados era de entre una y dos pulgadas. Cuando aparecía algún medallón con grupos de puntos en él -evidentemente inscripciones en algún idioma y alfabetos primitivos e ignotos-, el rebajamiento de la superficie lisa sería tal vez de una pulgada y media, y la de los puntos quizá media pulgada más. Las franjas de bajorrelieves eran de técnica de embutido, y el fondo estaba rebajado como dos pulgadas en relación con la superficie original del muro. En algunos casos se podian percibir ligeros vestigios de color, pero los incontables eones transcurridos habían desintegrado y hecho desaparecer de forma casi uniforme cualquier pigmento que sobre ellos se hubiera podido aplicar. Cuanto mas estudiabamos aquella maravillosa técnica, mas admirabamos la pbra. Bajo el riguroso convencionalismo se percibía la minuciosa y exacta observacion y la habilidad pictorica de los artistas; y, de hecho, esas mismas convenciones servían para simbolizar y acentuar la verdadera esencia o vital diferenciación de todos los objetos representados. Presentimos tambien que mas alla de esas evidentes excelencias existian otras ocultas que escapaban a nuestra percepcion. Algunos rasgos aqui y alla insinuaban vagamente simbolos latentes y estimulos que una capacidad mental y emotiva diferente, y un equipo sensorial mas completo que el nuestro podia haber dotado de un significado mas profundo y conmovedor.

Fragmento de En las montañas de la locura, de H.P. Lovecraft.

Teseo, rey de Atenas – Mary Renault

teseo rey de atenasEdipo cruzó las manos sobre el regazo y alzó la frente. Permanecí en silencio, por temor a que mis palabras lo devolvieran a las tinieblas. De repente se enderezó.

-¡Antígona!- llamó, en el tono de un hombre acostumbrado a ser obedecido.

La muchacha se acercó. Su actitud semejaba la de un perro que observa en la casa una agitación cuya causa desconoce, un perro lento a la hora de comprender, pero leal; la clase de perro que se tiene sobre una tumba hasta morir. Tendió el brazo para que el anciano apoyara en él su mano. Hablaron entre sí unos instantes. Hubiera podido oír sus palabras, pero no lo hice, pues en cuanto logre recapacitar, comprendí por que mi frente se ponía tensa, sentía un nudo en las entrañas, y el cloqueo de las gallinas penetraba en mi cabeza como delgadas agujas. Si un niño hubiese dado una palmada detras de mi me hebría hecho brincar. Tuve la sensación de que una fría serpiente se enroscaba en mi interior. Miré los olivos de la apacible Kolonos: los pajarillos levantaban el vuelo asustados y se dispersaban piando. La ira de Poseidón, el hacedor de terremotos, estaba a punto de desatarse y sacudir la tierra.

Fragmento de Teseo, Rey de Atenas, de Mary Renault.

Dias de speed a falta de rosas – Kike Babas (con ilustraciones de ramone)

dias-de-speed-a-falta-de-rosasEl olor

Echado a la cuneta Jose Luis esperaba fuera del coche a que la Guardia Civil terminase con el registro. Tras una somera inspección ocular le tocaba el turno al perro, que lógicamente olisquearía entre los asientos y encontraría el medio kilo de speed escondido.

A un lado del arcén Jose Luis esperaba la cárcel.

Hedía el sudor de Jose Luis. Le apestaba el miedo, básicamente. Tambien las toxinas de la sangre envenenada. Tambien la falta de ducha de las ultimas veinticuatro horas. Pero su olor no era el importante.

Inodoro era el despliegue del contro de carretera. Que no estaba ali para ser olido, sino para oler. Su falta de olor era necesaria.

Olia a aire el aire del campo y a gasolina la carretera en ese punto de la N-1 donde se controla tan bien a los vehículos que vienen del norte.

Olfateaba el perro el interior del vehiculo a toda velocidad: volante, pedales, guantera, alfombrillas. A Jose Luis le parecio un chucho hambriento rebuscando en un vertedero, pero cuando saltó a la parte de atras le parecio un verdugo.

Sudor, campo y gasolina, eso olio el perro. Ni un gemido al pasar el hocio por encima del doble forro del asiento trasero. Ni amago de ese aullido que significa penal. Resultó ser un perro de explosivos, no de narcoticos.

«Buenas noches, puede continuar». Jose Luis, que hasta entonces se había olido lo peor, utilizó la nariz para otra cosa: respirar.

Fragmento de Dias de speed a falta de rosas, de Kike Babas

Barrayar – Lois McMaster Bujold

barrayar_aventuras_de_miles_vorkosigan_lois_mcmaster_bujoldAl fin retrocedió y logró apartarse (trató de no pensar «de la manada») para disfrutar unos momentos de silenciosa contemplación. Qué mezcla tan extraña era Barrayar, en un momento hogareño y familiar, y al siguiente ajeno y aterrador; el espectáculo no estaba nada mal, aunque… ¡Ah! Eso era lo que faltaba, comprendió finalmente. En colonia Beta una ceremonia de semejante magnitud hubiese tenido una cobertura completa por holovideo, para que todo el planeta participara de ella en vivo y en directo. Cada movimiento hubiese sido una danza de meticulosa coreografía alrededor de las cámaras y los comentarios del locutor, casi hasta el punto de aniquilar el acontecimiento que se estaba grabando. Alli no había un solo holovideo a la vista. Las únicas grabaciones eran las que realizaba Seguridad Imperial, quienes tenían sus propias razones al margen de cualquier coreografía.

Las personas de ese salón solo bailaban para si mismas, y su rutilante espectáculo seria barrido para siempre por el justo paso del tiempo; al día siguiente la celebración solo existiría en los recuerdos.

-¿Señora Vorkosigan?

Cordelia se sobresalto al oír la voz amable a su lado. Al volverse se encontró con el comodoro Vordarian. El uniforme rojo y azul denotaba que se encontraba en servicio activo en la jefatura imperial…¿en que departamento? Ah, si, en Operaciones, la había dicho Aral. El conde le besó la mano y le sonrió con expresión cordial.

Fragmento de Barrayar, de Lois McMaster Bujold.

El rey debe morir – Mary Renault

el rey debe morir de mary renaultLa mañana siguiente amaneció verde y dorada. Una trenza de cabellos rojos me cosquilleaba el pecho. Las colinas áticas nadaban en una bruma dorada, sobre un mar centelleante, y parecían lo bastante cercanas para darles con una flecha. Pensé que eran extrañas las costumbres de los minonaos y cuán difícil le resultaba a un heleno comprenderlas. Porque ella me había elegido y me había hecho luchar y ungido rey. Sin embargo, ni ella ni nadie me preguntaron si consentía en mi moira.

El pájaro blanco despertó y pió. La voz de ella, desde la cama, dijo, completamente despierta:

-Estas pensando. ¿En qué?

Le di la respuesta que más le gustaba. Yo era el primer heleno con quien se había casado.

Desde ese día, desperté de mis sueños. Había pasado los largos días de Eleusis durmiendo, bailando o luchando con los jóvenes, tocando la lira o contemplando el mar. Ahora, comencé a buscar una ocupación. No es propio de mi estar ocioso.

Los acompañantes eran quienes se hallaban más cerca de mi. En caso de estallar una guerra, yo tendría por lo menos el mando de mi guardia. Aunque Janto mandara las demás tropas. Era hora de prestarles alguna ateción.

Fragmento de El rey debe morir, de Mary Renault