Desde el tiempo en que en nuestra historia de Los Tres Mosqueteros, dejamos a Artagnan en la calle de Fosseyeurs, número 12, habían pasado muchas cosas y sobre todo muchos años.
Artagnan no había faltado a las circunstancias, pero las circunstancias le habían faltado a él. Mientras estuvo rodeado de sus amigos, vivió en medio de los encantos de la juventud y de la poesía, pues tenía uno de esos caracteres despejados e impresionables que se asimilaban fácilmente las cualidades de los demás. Athos le comunicaba su grandeza, Porthos su verbosidad, Aramis su elegancia. Si Artagnan hubiese seguido su trato con estos tres hombres, habría llegado a ser un hombre de provecho. Athos fue el primero que le dejó para irse a las tierras que heredara junto a Blois. En seguida le abandonó Porthos para casarse con su procuradora; y, por último, Aramis para recibir las órdenes y hacerse clérigo. Desde entonces Artagnan, que parecía haber confundido su porvenir con el de sus tres amigos, se encontró aislado y se sintió débil y sin valor para seguir una carrera en la que conocía que no podía llegar a ser gran cosa, sino a condición de que cada uno de sus amigos le cediese una parte del fluido eléctrico que del cielo hubiese recibido.
De modo que cuando Artagnan alcanzó el empleo de teniente de mosqueteros, su aislamiento no por eso fue menor. Ni era de tan elevado nacimiento como Athos para frecuentar las casas de los ilustres, ni tan vanidoso como Porthos para hacer creer que se rozaba con la alta sociedad, ni tan buen mozo como Aramis para conservar siempre una elegancia natural, propia de la persona. Por algún tiempo el dulce y tierno recuerdo de la señora Bonacieux revistió el ánimo del joven teniente de cierta poesía; pero este recuerdo caducó como el de todas las cosas del mundo; se había ido borrando poco a poco: la vida del soldado en guarnición es fatal aun para las organizaciones distinguidas. De las dos naturalezas opuestas que formaban la individualidad de Artagnan, la naturaleza material había ido adquiriendo insensiblemente su dominio sobre la espiritual; siempre de guarnición, siempre en el campamento y siempre a caballo, había llegado a ser lo que se llama un perdido.
No es esto decir que Artagnan hubiera perdido su delicadeza primitiva; al contrario, esa delicadeza se aumentó más y más, o al menos parecía doblemente realzada bajo una apariencia algo más tosca; más aplicada a las cosas pequeñas de la vida y no a las grandes, al bienestar material, al bienestar tal como los militares lo entienden, es decir, a tener buena cama, buena mesa, y excelente patrona.