Debía asegurarme que mi intuición era cierta y que estaban en la terraza pero, ¿Cómo? Quizá sí… Me levanté decidida y me encaminé hacia la puerta de mi derecha.
-¿A donde crees que vas?- me preguntó Kat con aires de marquesa.
-A mear- le contesté. Teniendo en cuenta la cantidad de alcohol que me había metido entre pecho y espalda, la afirmación no era del todo mentira.
-Te acompaño- me dijo. Primero pensé «mierda», pero la vampira traviesa que se esconde dentro de mi saltó de alegría. Caminé tambaleándome hacia la puerta y entré en el dormitorio. El baño estaba a la izquierda y hacia allí me dirigí seguida por la pelirroja. Allí estaba lo que buscaba: la ventana. Le pedí que entrara y que por favor cerrara la puerta mientras hacía el gesto de sentarme en la taza del W.C. y cuando estuvo de espaldas, cumplí uno de mis sueños más sangrientos: la agarré por la nuca con mis dos manos y estrellé su cabeza contra la pared una, dos, tres veces, hasta que su cara quedó destrozada y la pared pintada de rojo. Cayó al suelo como un saco de patatas pero no me paré a mirarla. Si estaba equivocada y no estban en la terraza, lo que acababa de hacer podía costarme muy caro.
Arranqué la ventana de la pared y me asomé. Había nevado durante la noche y todo estaba teñido de blanco. La terraza quedaba cerca; me encaramé como un gato y salté.
Gracias al cielo no me había equivocado. Hikarí y Kurayami estaban en el suelo, inconscientes, medio enterrados por la nieve. La única mágia que habían usado con ellos era la farmacológica. Los habían atiborrado a sedantes y dejando a la intemperie para que el sol les jodiera bien. Así que después de todo la Doncella estaba tan jodida como a mi me había parecido.
Bien, el siguiente paso era ponerlos a resguardo. Aún era de noche, pero se olía en el aire que el sol no tardaría en asomar la jeta, así que tenía que darme prisa. Durante los minutos que siguieron di gracias mil veces por los extras que vienen junto al paquete «vampirismo».
Las habitaciones de los pisos superiores no tenían terrazas, sólo ventanas. Una enredadera -gracias, gracias, gracias, oh, señor, por tal regalo- subía perezosamente por la fachada, agarrándose con fuerza. Me colgué a Kurayami del hombro como si fuese un fardo y me encaramé por la enredadera como si fuese la mujer araña, hasta el piso de arriba. No fue fácil y me desollé la piel de manos, brazos y piernas, pero no me importó en absoluto; sólo tenía un pensamiento en la mente: ponerlos a salvo.
La ventana más cercana estaba cerrada, así que tuve que romperla -¿le cobrarían los destrozos al pobre Vlad?- para poder entrar y dejar a Kurayami sobre la cama. Tenía ganas de llorar pero me aguanté. Kurayami se removió inquieto. ¿Podía ser que reaccionase al olor de mi sangre? Acerqué mi mano desollada a su boca y dejé que sorbiera con ansia la sangre que manaba de mis heridas abiertas, esperando que eso le hiciese reaccionar y volviera en sí. Pero el amanecer se acercaba cada vez más, él no se movía y Hikarí seguía en el suelo de la terraza…
No podía esperar. Volví a la ventana y salté.