-¡No lo soporto más!- exclamó agriamente la esponja cuando el dueño de la casa salió del baño cerrando la puerta a su espalda.
-¿Qué es lo que no soportas, bonita?- preguntó la bañera con un ligero retintín, mientras miraba con disgusto mal disimulado el lamentable estado en que había quedado después de la ducha matutina del amo.
-¡Que no me limpie después de usarme! ¡Eso es lo que ya no soporto! ¡Siempre igual! ¡Cada mañana lo mismo! Me estropearé en cuatro días y ¡hala! a la basura. Claro, qué le importa a un estúpido humano la triste y miserable vida de una simple esponja…- y sollozó al decirlo.
La bañera se apiadó de la pobre esponja, y aunque la fastidiaba un poco porque todo el día estaba encima de ella, escurriéndose en uno de sus rincones, intentó consolarla.
-Tienes razón, bonita. Nos tratan como a basura. Ni nos cuidan, ni nos quieren, ni les importamos… El llega, se baña y me deja hecha un asco, llena de jabón; después se afeita y, cuando termina, se va tan ricamente. ¡Ni siquiera tiene la delicadeza de aclararme cuando acaba de ducharse! Y pensar que diariamente soporto encima de mi barriga sus casi cien quilos…
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Rebelion en el baño
Diario de Akeru – II
Lo único que me queda de mi anterior vida es la nostalgia del sol. Los breves momentos en que puedo vislumbrar los primeros rayos antes de amanecer, o ver los últimos reflejos del sol durante el anochecer; pongo la mano sobre el cristal de la ventana y me imagino que su calor llega hasta mi cuerpo y mi corazón…
La vida es sueño – Pedro Calderon de la Barca
Otra vez (¿qué es esto, cielos?)
queréis que sueñe grandezas
que ha de deshacer el tiempo?
¿Otra vez queréis que vea
entre sombras y bosquejos
la majestad y la pompa
desvanecida del viento?
¿Otra vez queréis que toque
el desengaño, o el riesgo
a que el humano poder
nace humilde y vive atento?
Pues no ha de ser, no ha de ser.
Miradme otra vez sujeto
a mi fortuna. Y pues sé
que toda esta vida es sueño,
idos, sombras, que fingís
hoy a mis sentidos muertos
cuerpo y voz, siendo verdad
que ni tenéis voz ni cuerpo;
que no quiero majestades
fingidas, pompas no quiero.
Fantásticas ilusiones
que al soplo menos ligero
del aura han de deshacerse
bien como el florido almendro,
que por madrugar sus flores,
sin aviso y sin consejo,
al primer soplo se apagan,
marchitando y desluciendo
de sus rosados capillos
belleza, luz y ornamento,
ya os conozco, ya os conozco,
y sé que os pasa lo mesmo
con cualquiera que se duerme.
Para mí no hay fingimientos;
que, desengañado ya,
sé bien que la vida es sueño.
El atlas de las nubes – David Mitchell
Zedelghem esta en ebullición. Las cañerías gruñen como tías ancianas. He estado pensando en mi abuelo, cuya genialidad la generación de mi padre eludió por completo. Un día me enseñó un aguafuerte de un templo siamés. No recuerdo como se llamaba, pero desde que cierto discípulo de buda rezase allí hace siglos, todos los caudillos, tiranos y monarcas del reino lo habían aderezado con torres de marfil, arboretos olorosos, cúpulas doradas, habían mandado pintar murales en los techos abovedados y engastar esmeralda en los ojos de las estatuillas. El día en que el templo sea igual a su equivalente en la Tierra de los Puros, dice la historia, ese día la humanidad habrá cumplido su objetivo y el Tiempo tocará a su fin.
Fragmento de «El atlas de las nubes», de David Mitchell
Diario de Akeru 1
Prefiero utilizar el sustantivo en masculino porque la variante femenina -vampiresa- tiene unas connotaciones sexuales que no vienen al caso.
Con esto no quiero decir que no disfrute del sexo o que no lo utilice a veces para atraer al poseedor de un buen cuello que mordisquear, pero no soy ni Rita Hayworth cantando «Put the blame on mame», ni Mae West contoneandose en alguna de sus peliculas.
Soy -o era, mejor dicho-, una mujer normal, lo suficientemente joven como para hacer locuras durante el fin de semana y lo bastante madura como para mantener un trabajo estable sin sentir la punzada del deseo de cambiar los dias en que se me hacia aburrido.
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El regreso
La humedad del bosque impregnaba la gruesa capa de viaje del hombre, y sus ojos, bajo la capucha que cubría su rostro, parecían diminutas chispas refulgentes en medio de la oscuridad.
Era de noche cerrada, sin luna, y apenas lograba divisar la punta de su nariz aguileña, pero eso no era suficiente razón para que el extraño dejase de caminar.
Aunque hacía mucho tiempo que había abandonado aquellos parajes para recorrer mundo, seguía recordando perfectamente el paisaje en el que había crecido y, sobre todo, el bosque en el que tantas veces se había refugiado huyendo del látigo de su padre. Conocía cada uno de los senderos que lo cruzaban, cada árbol, cada arbusto; sabía donde estaban los desniveles que podían hacerle caer y donde había cuevas para refugiarse de la lluvia y del frío. Pero el viajero tenía prisa por llegar a su destino, así que decidió no pararse y continuar la marcha; le quedaban apenas dos horas de camino para poder dormir bajo techo, al lado de una reconfortante chimenea que le calentaría sus maltrechos huesos.
¿Cuantos años habían pasado desde que se alejara de su casa, una noche muy parecida a ésta, huyendo de todo y de todos? No lo recordaba con exactitud. ¡Habían pasado tantas cosas desde entonces! Quizá diez o quince años; era posible que hasta veinte. En todo este tiempo había matado para conservar su vida, había saqueado muchos pueblos y ciudades en nombre de la religión; había conseguido fama, fortuna y honores; se había casado con una bella princesa árabe que se había convertido para conservar su vida, y había tenido dos hijos con ella, a los que adoraba. Pero lo perdió todo cuando ella huyó quien sabe a donde, llevándose a los niños. (más…)