TIC-TAC O EL SUEÑO DE UN RELOJ DE ESTACION

Lo colocaron allí durante el verano del 56 porque el anterior había acabado estropeándose irremisiblemente después de tantos años de funcionamiento regular y perfecto. Era un reloj sencillo de formas, circular, de grandes números negros que contrastaban con la esfera blanca sobre la que iban girando sus manecillas indicando la hora y los minutos día tras día.

Fue feliz el día que los operarios lo colocaron sobre la puerta de la estación de trenes, colgado de la pared mirando siempre hacia los andenes y las vías, porque se abrió ante sus ojos un mundo nuevo de gentes cambiantes que se movían pasando por debajo de él, caminando, corriendo, cantando, llorando, riendo; y porque todos, en un momento u otro, acababan mirándolo.

Era un reloj sencillo, de una estación sencilla, en un pueblo de gentes sencillas. Hasta él no llegaron las noticias de las revoluciones estudiantiles que sacudieron otros países, no supo nunca de las manifestaciones multitudinarias de las grandes ciudades, del nacimiento o muerte de personajes importantes, de los cambios políticos. Era un simple reloj que se limitaba a señalar la hora a las personas que, impacientes, esperaban la llegada del tren.

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Estudio en escarlata – Una aventura de Sherlock Holmes – Sir Arthur Conan Doyle – Parte décima

jeremybrettassherlockholmesCAPÍTULO VII

Una luz en la oscuridad

La noticia con que nos saludaba Lestrade era de tal importancia y tan inesperada, que los tres nos quedamos sin habla. Gregson saltó de su sillón, volcando el vaso con lo que aún quedaba en el mismo de whisky y de agua. Yo miré en silencio a Sherlock Holmes, que apretaba los labios y contraía las cejas medio cerrando los ojos.
—¡También Stangerson! .—masculló—–. La intriga se hace cada vez más oscura.
—Ya lo era bastante sin esto —gruñó Lestrade, echando mano a una silla—. Por lo que veo, he caído en algo así como un consejo de guerra.
—¿Está usted…, está usted seguro de esa noticia? —tartamudeó Gregson.
—Vengo directamente de su habitación —dijo Lestrade—, y fui yo el primero en descubrir lo que había ocurrido.
—Gregson nos había estado exponiendo su punto de vista del problema —hizo notar Holmes—. ¿Tendría usted inconveniente en relatarnos lo que usted ha visto y ha hecho?
—No tengo inconveniente —contestó Lestrade, sentándose—. Confieso con franqueza que yo opinaba que Stangerson tenía algo que ver en la muerte de Drebber. Este nuevo giro que han tomado las cosas me ha venido a demostrar que estaba en un completo error. Poseído por completo de esa única idea, me puse a la tarea de averiguar el paradero del secretario, Habían sido vistos juntos en la estación de Euston. a eso de las ocho y media, la noche del día tres. Drebber fue encontrado en la carretera de Brixton a las dos de la madrugada. La cuestión que se me planteaba era la de descubrir en qué había pasado su tiempo Stangerson entre las ocho treinta y la hora del crimen, y qué había sido de él después de esa hora. Telegrafié a Liverpool dándoles una descripción de nuestro hombre y ordenándoles que vigilasen los barcos norteamericanos. Acto continuo me puse a la tarea de visitar todos los hoteles y pensiones de las proximidades de Euston. Yo razonaba de este modo: si Drebber y su compañero se han separado, lo natural es que este último se hospede en los alrededores para pasar la noche y que a la mañana siguiente merodee por la estación.
—Lo probable era que se hubiesen dado cita de antemano en un lugar concreto —hizo notar Holmes. (más…)

Estudio en escarlata (una aventura de Sherlock Holmes) de Sir Arthur Conan Doyle. Novena parte.

jeremybrettassherlockholmesCapítulo VI: Tobías Gregson da una prueba de lo que él es capaz.

Los periódicos del día siguiente venían llenos de noticias de lo que ellos calificaban de EL misterio de Brixton. Todos traían un largo relato del suceso, y algunos insertaban, además, artículos editoriales sobre el mismo. Encontré en ellos algunos datos que me resultaron nuevos. Tengo todavía en mi libro de recortes una abundante cantidad de fragmentos y de extractos relativos al caso. He aquí un resumen condensado de los mismos.
El Dayly Telegraph hacía notar que pocas veces se había dado en la historia del crimen una tragedia de características tan extrañas. El apellido alemán de la víctima, la ausencia de todo otro móvil y la siniestra inscripción en la pared, todo, en suma, lo señalaba como obra de refugiados políticos y de revolucionarios. Las organizaciones socialistas tenían en Norteamérica muchas ramas, y el difunto había, sin duda, infringido sus leyes no escritas, siendo por ello perseguido a muerte. Después de aludir a la ligera al Vehmgericht, al agua tofana, a los carbonarios, a la marquesa de Brinvilliers, a la teoría darviniana, a los principios de Maithus y a los asesinos de la carretera de Ratcliff, terminaba el artículo poníendó en guardia al Gobierno y solicitando una vígilancia más estrecha sobre los extranjeros residentes en Inglaterra.
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Estudio en escarlata (una aventura de Sherlock Holmes) de Sir Arthur Conan Doyle. Octava parte.

jeremybrettassherlockholmesCapítulo V: Nuestro anuncio nos trae una visita.

Nuestras actividades de la mañana habían resultado excesivas para mi debilidad física, y por la tarde me encontré completamente agotado. Después que Holmes marchó al concierto, yo me tumbé en el sofá y procuré conseguir un par de horas de sueño. Vano intento. Mi cerebro se había excitado con exceso con todo cuanto había ocurrido, y bullían en su interior las más extrañas fantasías y conjeturas. En cuanto cerraba mis ojos veía ante mí el rostro contorsionado y de rasgos parecidos al babuino del hombre asesinado. Había sido tan siniestra la impresión que me produjo aquella cara, que me resultaba dificultoso apartar de mí cierto sentimiento de gratitud hacia el hombre que arrancó del mundo al dueño de la misma. Si hubo rasgos humanos que pregonaban vicios de la clase más dañina, esos rasgos eran, sin duda, los de Enoch J. Drebber, de Cleveland. Sin embargo, yo reconocía que era preciso hacer justicia y que la depravación de la víctima no equivalía a una condenación a los ojos de la ley.
Cuanto más pensaba yo en todo eso, más extraordinaria me parecía la hipótesis, hecha por mi compañero, de que aquel hombre había sido envenenado. Ahora recordaba que le oliscó los labios y no me cabía duda de que había descubierto algo que hizo nacer esa idea. Además, si no era el veneno, ¿qué otra cosa fue la causa que le produjo la muerte, su. puesto que nó existían heridas ni señales de estrangulación? Por otro lado, ¿a quién pertenecía la sangre que formaba tan espesa capa en el suelo? No existían señales de lucha, ni la víctima llevaba arma alguna con la que hubiese podido herir a un antagonista. Yo tenía la sensación de que no me sería fácil a mí, ni tampoco a Holmes, conciliar el sueño mientras no estuviesen resueltos todos estos interrogantes. La actitud tranquila y segura de sí mismo de Holmes me convenció de que él se había formado ya una teoría que daba explicación a todos los hechos, aunque yo no podía ni por un instante conjeturar cuál era esa teoría.
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Estudio en escarlata (una aventura de Sherlock Holmes) de Sir Arthur Conan Doyle. Séptima parte.

jeremybrettassherlockholmesCapítulo IV: Lo que John Rance tenía que decir.

Era la una cuando abandonamos el número 3 de los Jardines de Lauriston. Sherlock Holmes me condujo a la oficina de telégrafos más próxima y desde ella envió un largo telegrama. Acto continuo llamó un coche de alquiler y dio orden al cochero de que nos llevase a la dirección que nos había dado Lestrade.
—No hay nada como los datos obtenidos de primera mano —me hizo notar—. A decir verdad, yo tengo formada opinión completa sobre el caso; a pesar de ello, no está mal que sepamos todo lo que puede saberse.
—Holmes —le dije yo—, me deja usted atónito. Con seguridad que usted no tiene la certeza que simula tener acerca de aquellos detalles que les dio.
—No existe posibilidad de equivocación —contestó—. Lo primero en que me fijé al llegar allí fue que un coche había marcado dos surcos con sus ruedas cerca del bordillo de la acera. Ahora bien: hasta la pasadá noche, y desde hacía una semana no había llovido, de manera que las ruedas que dejaron una huella tan profunda, necesariamente estuvieron allí durante la noche. También descubrí las huellas de los cascos del caballo; el dibujo de una de ellas estaba marcado con mayor nitidez que el perfil de los otros tres, lo que era una indicación de que se trataba de una herradura nueva. Supuesto que el coche encontrábase allí después de que empezó a llover y que no estuvo en ningún momento durante la mañana, en lo cual tengo la palabra de Gregson, se sigue de ello que no tuvo más remedio que estar allí durante la noche; por consiguiente, ese coche llevó a los dos individuos a la casa.
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Deryni, el resurgir – Katherine Kurtz

Deryni, el resurgirRhemuth la Hermosa. Así llamaban a la ciudad. No era difícil ver por qué.

Morgan guiaba su cansado corcel por entre la lenta marea de peatones y carretas; seguía a lord Derry hacia las puertas del palacio. Miró pensativamente su atuendo sombrío, tan notorio entre el esplendor del oropel: casi toda su armadura de malla estaba cubierta de cuero negro y polvoriento. Desde el yelmo hasta las rodillas, lo cubría un pesado manto de Iana negra y marta cibelina.

Era curioso lo rápido que podía cambiar el ambiente de una ciudad. Estaba seguro de que, unos días atrás, casi todos los ciudadanos de atuendo chillón que lo rodeaban habrían llevado mantos negros de luto, como el suyo, para llorar la pérdida de su querido rey. Ahora, todos lucían los colores apropiados para la festiva celebración.

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Las puertas de Anubis – Tim Powers

puertas_de_anubisLa gruta subterránea se había formado mediante el derrumbe, sólo Dios sabia cuánto tiempo hacia ya, de unos doce niveles de alcantarillado; los escombros habían ido desapareciendo en el pasado, a manos de los saqueadores o arrastrados por la corriente.
La gruta tenía la forma de una inmensa estancia, sostenida por las grandes vigas que en tiempos habían servido de base al pavimento de la calle Bainbridge (dado que el derrumbe no había llegado a ser notado en la superficie), y el suelo estaba formado por piedras que los romanos habían labrado en los días en que Londinium era una avanzadilla militar, situada en los hostiles campos salvajes de los celtas. A distintas alturas de la gruta se veían hamacas colgadas de largas sogas, que se perdían en la penumbra catedralicia del lugar. Empezaban a verse luces, lámparas que humeaban con un grasiento resplandor rojizo, colgando de los maderos que asomaban, medio rotos, de las abundantes bocas de alcantarillado que constelaban los muros. Un hilillo de agua caía incesantemente de una boca de gran tamaño, perdiendo su aparente solidez a medida que trazaba un arco por la oscura atmósfera, hasta formar un negro lago en un extremo de la cueva.
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Estudio en escarlata (una aventura de Sherlock Holmes) de Sir Arthur Conan Doyle. Sexta parte.

jeremybrettassherlockholmesLestrade, tan flaco y patecido a un hurón como siempre, se hallaba en pie junto al umbral y nos dio la bienvenida a mi compañero y a mí.
—Señor, este caso armará revuelo —fue su comentario—. Deja atrás a cuanto yo he visto hasta ahora, y yo no soy un novato.
—No hay clave alguna —dijo Gregson,
—Absolutamente ninguna —canturreó Lestrade. Sherlock Holmes se acercó al cadáver, se arrodilló y lo examinó con gran atención.
—¿Están ustedes seguros de que no tiene ninguna herida? —preguntó, apuntando con el dedo hacia las muchas manchas y salpicaduras de sangre que había a su alrededor.
—¡Terminantemente seguros! —exclamaron ambos detectives. (más…)

Estudio en escarlata (una aventura de Sherlock Holmes) de Sir Arthur Conan Doyle. Quinta parte

jeremybrettassherlockholmesCapitulo 3: El misterio del jardín de Lauriston.

Confieso que me produjo considerable sorpresa aquella prueba flamante de la índole práctica de las teorías de mi compañero. Aumentó en proporciones asombrosas mi respeto por su capacidad para el análisis. Con todo y con eso, allá en mi cerebro quedaba aún latente cierto recelo de que todo aquello fuese un episodio dispuesto de antemano con el propósito de deslumbrarme, aunque excedía a mi comprensión qué diablos podía buscar con una pega semejante. Cuando yo le miré, él había terminado de leer la carta y sus ojos habían tomado la expresión perdida y sin brillo que indica ensimismamiento.
—¿Cómo se las arregló para hacer tal deducción? —le pregunté.
—¿Qué deducción? —me contestó Holmes con petulancia.
—¿ Cuál ha de ser? La de que era sargento retirado de la Marina.
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El húsar, de Arturo Perez Reverte

el-husarFrederic vio atraída su atención por un viejo húsar solitario que había a poca distancia. Montaba un inmóvil caballo tordo, sobre el pomo de cuya silla se apoyaba con el codo izquierdo, ligeramente encorvado hacia adelante, pensativo, con la mirada perdida en el infinito. No sólo el aspecto del húsar, mostacho, coleta y trenzas salpicadas de canas, una cicatriz perpendicular en la mejilla, paralela al barboquejo, delataba al veterano. Los arneses de su caballo eran viejos pero estaban cuidadosamente engrasados, la piel de carnero que cubría la silla de montar se veía pelada por el uso bajo los muslos del jinete. El húsar tenía una mano bajo el mentón, con el índice pasando una y otra vez, distraídamente, por las guías del frondoso mostacho. La otra mano se apoyaba en la culata de la carabina que asomaba de la funda sujeta a la silla; y al costado izquierdo, sobre el portapliegos y las ceñidas perneras de los pantalones húngaros que le cubrían las botas hasta el tobillo, pendía un viejo sable curvo de caballería, el ya casi desaparecido modelo de 1786. La visera del chacó rojo -el colbac de piel negra era privilegio exclusivo de los oficiales- descendía sobre una nariz aguileña y fuerte, como la de un halcón. Tenía la piel del rostro tostado y unos ojos tranquilos en torno a los que se agolpaban innumerables arrugas. En cada oreja llevaba un aro de oro.

Frederic se preguntó sobre la edad del veterano; cuarenta y cinco, cincuenta años. Resultaba evidente que no era ésta su primera batalla. Había en él esa inmovilidad serena, esa economía de movimientos superfluos, ese abstraído aislamiento del hombre que sabía con lo que iba a enfrentarse. No parecía un húsar que esperase, impaciente, conquistar otra parcela de gloria; más bien daba la impresión de ser un profesional que se concentraba antes de pasar un mal rato, con la calma del que ha salido de muchos trances similares con la piel indemne y sólo esperaba, revestido con el resignado fatalismo de quien conocía lo inevitable, que el trabajo por el cual le pagaban pudiera hacerse en poco tiempo, con rapidez y la mayor limpieza posible, encontrándose al terminar éste sobre la misma silla de montar, en un estado de salud similar al que gozaba en aquel momento.

Frederic comparó la silenciosa e inmóvil figura con los gestos meridionales y el aire fanfarrón de Philippo, incluso con la juvenil confianza de Michel de Bourmont, que de pronto comenzaba a antojársele injustificada. Y sintió la incómoda sospecha de que, entre todos ellos, posiblemente el viejo húsar fuese el único que tenía razón.

Fragmento de El Húsar, de Arturo Perez Reverte.