Frederic vio atraída su atención por un viejo húsar solitario que había a poca distancia. Montaba un inmóvil caballo tordo, sobre el pomo de cuya silla se apoyaba con el codo izquierdo, ligeramente encorvado hacia adelante, pensativo, con la mirada perdida en el infinito. No sólo el aspecto del húsar, mostacho, coleta y trenzas salpicadas de canas, una cicatriz perpendicular en la mejilla, paralela al barboquejo, delataba al veterano. Los arneses de su caballo eran viejos pero estaban cuidadosamente engrasados, la piel de carnero que cubría la silla de montar se veía pelada por el uso bajo los muslos del jinete. El húsar tenía una mano bajo el mentón, con el índice pasando una y otra vez, distraídamente, por las guías del frondoso mostacho. La otra mano se apoyaba en la culata de la carabina que asomaba de la funda sujeta a la silla; y al costado izquierdo, sobre el portapliegos y las ceñidas perneras de los pantalones húngaros que le cubrían las botas hasta el tobillo, pendía un viejo sable curvo de caballería, el ya casi desaparecido modelo de 1786. La visera del chacó rojo -el colbac de piel negra era privilegio exclusivo de los oficiales- descendía sobre una nariz aguileña y fuerte, como la de un halcón. Tenía la piel del rostro tostado y unos ojos tranquilos en torno a los que se agolpaban innumerables arrugas. En cada oreja llevaba un aro de oro.
Frederic se preguntó sobre la edad del veterano; cuarenta y cinco, cincuenta años. Resultaba evidente que no era ésta su primera batalla. Había en él esa inmovilidad serena, esa economía de movimientos superfluos, ese abstraído aislamiento del hombre que sabía con lo que iba a enfrentarse. No parecía un húsar que esperase, impaciente, conquistar otra parcela de gloria; más bien daba la impresión de ser un profesional que se concentraba antes de pasar un mal rato, con la calma del que ha salido de muchos trances similares con la piel indemne y sólo esperaba, revestido con el resignado fatalismo de quien conocía lo inevitable, que el trabajo por el cual le pagaban pudiera hacerse en poco tiempo, con rapidez y la mayor limpieza posible, encontrándose al terminar éste sobre la misma silla de montar, en un estado de salud similar al que gozaba en aquel momento.
Frederic comparó la silenciosa e inmóvil figura con los gestos meridionales y el aire fanfarrón de Philippo, incluso con la juvenil confianza de Michel de Bourmont, que de pronto comenzaba a antojársele injustificada. Y sintió la incómoda sospecha de que, entre todos ellos, posiblemente el viejo húsar fuese el único que tenía razón.
Fragmento de El Húsar, de Arturo Perez Reverte.