Sophia echó atrás con fuerza su cabeza contra la almohada, y gimió de placer. Su espalda parecía disolverse en oro líquido. Sus dedos se aferraban a la espalda del hombre y sus piernas rodeaban las caderas de él., presionándolo contra su propio cuerpo.
-Oh, oh, oh -suspiró. Una marea cálida la invadió hasta los talones, las puntas de los dedos de las manos, el cuero cabelludo, bañándola en plenitud. se sentía tan feliz que deseaba echarse a llorar.
A medida que el resplandor del éxtasis se fue extinguiendo, notó como Manfredo la penetraba profundamente. Sintió su dureza, su condición de persona distinta, de un modo en que no había percibido momentos antes, cuando había llegado a su clímax y los dos parecían fundidos en un solo ser.
El ritmo del hombre era insistente, inexorable, como el altido del corazón. sentía tensas sus manos contra la espalda. estaba luchando por alcanzar su propio orgasmo.
Se deleitó con la vista de esos hombros macizos que la desbordaban. Era casi como ser amada por un dios.
El rostro de Manfredo se apretaba contra el hombro de ella, y su boca abierta mordía su clavícula. ella se volvió hacia él y vio relucir su cabello de oro blanco. Pasó una mano por su cabello y lo acarició, mientras con la otra frotaba su espalda con un movimiento circular.
Sintió cómo los músculos del cuerpo del hombre se tensaban al apretarse contra ella. Ël empezó a jadear de forma espasmódica.
-Sí, sí, sí -susurró ella, mientras seguía acariciando su cabello y frotando su espalda.
Él se relajó, con un profundo suspiro.
«Nunca hace mucho ruido. Nada que se parezca a mis gritos.»
Siguieron en la ahora quieta postura, sin moverse, satisfecha ella de sentir el cálido peso del hombre tendido encima de su cuerpo, como si le impidiera ascender flotando por el aire. La sensación de que él seguía dentro de ella aún, le transmitía oleadas continuas de placer.
Fragmento de El Sarraceno, de Robert Shea